sábado, 14 de abril de 2012

¡Ha resucitado!


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"No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron", Marcos 16:6.
A lo largo de la historia, se han oído grandes proclamas declaran­do acontecimientos cruciales. Sin embargo, ninguna de aquellas ha sido tan transcendental, emotiva y jubilosa como la que expresa el autor del Evangelio de Mar­cos, cuando exclama: ¡Ha resucitado! He aquí el estruendoso grito de victoria que el Evangelio ha extendido por todas las par­tes de la tierra. En efecto, el mensaje de la cruz es al mismo tiempo, el mensaje de la resurrección (Hechos 1:22; 2:32).
 La resurrección de Jesucristo constituye junto con la ascensión –que es su comple­mento– el sello de la aprobación del Padre sobre las afirmaciones y la obra expiatoria de su Hijo. Estos fueron los dos aconteci­mientos que pusieron fin a la vida terrenal del Salvador, que transformaron en exalta­ción su estado de humillación (Filipenses 2:5-11), y que marcaron el inicio de Su mi­nisterio celestial. Por lo tanto, la resurrec­ción de Cristo es el milagro más grande reseñado en la Biblia y en la historia.
 Los cuatro evangelistas se esfuerzan por demostrar que Jesús resucitó corpo­ralmente, que no era un fantasma y que era el mismo Cristo que había vivido en la tierra. Cuando analizamos la sección que trata de la pasión, especialmente en el li­bro de Marcos, nos damos cuenta de que a diferencia de otros períodos de la vida de Jesús, el evangelista narra esos días en un orden cronológico esmerado.
 El período de la pasión es el más vivido y el más importante. Marcos, con su estilo conciso y sencillo, intensifica el valor de la narración y hace que uno se pregunte por qué tan maravillosa persona, con tremenda autoridad, tuvo que llegar a un trágico fin.
 Dos respuestas a esta pregunta surgen en el mismo Evangelio. La primera es la declaración de Jesús, en Marcos 10:45, lee­mos: “Porque el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”. La tragedia fue parte inevitable de su servicio a los hombres, y de la redención que realizara por ellos. La segunda respuesta se encuentra en la últi­ma sección de Marcos 16:1-3, que trata de la resurrección. El descubrimiento de la tum­ba vacía probó que algo inexplicable, des­de un punto de vista natural, había acon­tecido en el huerto de José de Arimatea. El repentino terror de las mujeres demuestra que lo inesperado había acontecido y que, realmente, Jesús había resucitado.
 Es conmovedora la escena de las mu­jeres encaminándose al sepulcro en la madrugada del primer día de la semana. Aquellas llevaban especias aromáticas, pues deseaban ungir el cuerpo de Jesús como tributo final de su amor hacia Él. Con la muerte del Maestro, se habían des­vanecido sus más caras esperanzas. En su tristeza, ellas habían olvidado que el Señor había prometido que volvería a la vida después de su pasión y de su muerte.
 A medida que se acercaban al sepulcro, surge la pregunta: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Marcos 16:3). La preocupación de estas mujeres era legítima y válida, pues ellas estaban conscientes de que no podrían mover la piedra del sepulcro que era extremada­mente pesada, “era muy grande” (Marcos 16:4). Esa toma de conciencia que manifes­taron aquellas mujeres es digna de ser imi­tada. En efecto, cuántas piedras hay en los “sepulcros” de nuestro corazón, las cuales tratamos de quitar con nuestras propias fuerzas, y no reconocemos que si no hay una intervención divina. Al igual que es­tas mujeres, nos preocupamos a menudo por los grandes obstáculos en el camino de nuestra fe, sin contar con la ayuda de Cris­to, actuando como si Él estuviera muerto.
 El gran amor que sentían por el Señor lle­vó a aquellas mujeres al sepulcro, pero, cuan­do llegaron al lugar, las dificultades habían desaparecido: el Señor había resucitado. Nin­guno de los cuatro evangelistas describe este maravilloso milagro, ni cuenta cómo Cristo salió del sepulcro. Mateo nos dice que hubo un gran terremoto. Al mismo tiempo que era sacudida la tierra, un ángel bajó del cielo e hizo rodar la piedra hacia un lado.
 ¿Por qué el ángel rodó la piedra? ¿Para que las mujeres entraran, o para que Jesús resucitara? El ángel no quitó la piedra para que Jesús pudiera salir, sino para demos­trar que el sepulcro estaba vacío. De forma invisible, maravillosa y silenciosa, el cuer­po vivificado y transformado de Jesús ya había pasado a través de la piedra. ¡Gloria a Dios! Quienes buscan diligentemente a Cristo se percatarán de que las dificultades que se cruzan en su camino se desvane­cen de un modo sorprendente, y que una mano invisible les ayuda más allá de lo que esperaban.
 Al llegar a la tumba, las mujeres se sor­prendieron al ver que la piedra ya había sido retirada de la entrada. Luego, cuando penetraron en el sepulcro, en lugar de en­contrar el cuerpo de Jesús, vieron a un men­sajero de Dios quien les dio testimonio que Jesús no estaba allí. Es interesante compren­der las palabras del mensajero divino. Este les dijo: “buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado” (Marcos 16:6). Estas palabras encierran una verdad triple.
 En primer lugar, se establece que quien estuvo en la tumba fue el mismo que rea­lizó grandes milagros durante su ministerio terrenal. Por ende, el ángel le llama por su nombre, JESÚS EL NAZARENO. En segundo lugar, aquel que estuvo en el se­pulcro fue el mismo que había sido CRU­CIFICADO, y por lo tanto, no se trataba de un impostor. En tercer lugar, nos encon­tramos ante la declaración que constituye la base y el fundamento de nuestra fe, HA RESUCITADO.
 Aquel descubrimiento era demasiado grande para aquellas mujeres. Se habían topado con algo sobrenatural que, por el momento, no parecía tener explicación. El mensaje de aquel ángel instó a las mujeres a realizar tres acciones. La primera, CREER, porque aunque todo aquello era sorpren­dente, el mensajero celestial les recordó la promesa del Señor, y les hizo ver que el se­pulcro estaba vacío. La segunda acción es NO TEMER, en otras palabras, “alégrate, Cristo ha resucitado”. Y para terminar, CO­MUNICAR, “id, decid a sus discípulos” que ha resucitado de los muertos. ¡Ve a proclamar! Esta es la orden que recibe todo aquel que ha experimentado el poder de la resurrección.
 La resurrección del Señor es el sello por excelencia que garantiza la victoria con­tundente del crucificado. El Hombre del calvario se ha constituido Rey y Señor de todas las cosas. Vemos estampado su sello de resucitado en todos los actos que están registrados en el Libro Sagrado.
 Desde el testimonio de los profetas hasta la garantía de la resurrección de los creyentes, vemos la marca incomparable, inconfundible y legible del resucitado. La resurrección de Cristo es el sello del testimonio de los profetas que, con voz firme y carácter inquebrantable ante las adversidades de su tiempo, mantu­vieron el mensaje que predecía esperanza a su pueblo. Ese testimonio lo reseñamos en el cántico del Siervo sufriente, que el profe­ta Isaías recoge en su libro diciendo: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Je­hová será en su mano prosperada.” (Isaías 53:10).
 La resurrección de Cristo es el sello del testimonio que Jesús dio sobre sí mismo. Fueron varias las ocasiones cuando Jesús declaró por sus labios todo lo que iba a pa­decer. Esto se hace explícito cuando Cristo le dijo a sus discípulos que “le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho... y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mateo 16:21).
 La resurrección de Cristo es el sello, el testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios. El apóstol Pablo hace una de las declara­ciones más hermosas al respecto. Así lee­mos en el libro de Romanos 1:3-4, “acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de san­tidad, por la resurrección de entre los muertos”.
 La resurrección de Cristo es el sello que garantiza la resurrección y la gloria del creyente. Es en Cristo y solamente en Él que el creyente puede alcanzar completa salvación. El apóstol Pablo fue inspirado por el Espíritu Santo para escribir en sus epístolas todas aquellas cosas que hemos alcanzado en Cristo. Unas ciento sesenta y cuatro veces utiliza el sintagma “en Cris­to”. Cuando analizamos la estructura de cada una de sus cartas, nos damos cuenta de que el autor presenta: en Romanos, la JUSTIFICACIÓN en Cristo; en Corintios, la SANTIFICACIÓN en Cristo; en Gálatas, la LIBERTAD en Cristo; en Efesios, nuestra UNIÓN en Cristo; en Filipenses, el GOZO en Cristo; en Colosenses, la PLENITUD de Dios en Cristo; y, por último, en Tesaloni­censes presenta la GLORIFICACIÓN en Cristo (1 Tesalonicenses 4:13-18).

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