Vive entregado a Dios,con la salud mental restablecida y un presente ligado por completo al Movimiento Misionero Mundial y su obra evangelizadora, pero hubo un tiempo en el que Eduardo Roedel Calle estaba sumergido en lo más profundo de ese pozo oscuro y tenebroso llamado drogadicción. Era solo una sombra difusa de 185 centímetros de estatura. Un reflejo oscuro y perverso de un ciudadano común y silvestre. Vagaba por Lima, la capital del Perú, con las venas abiertas. Una existencia marcada por los problemas familiares y el hedonismo lo catapultó a los 12 años de vida fuera de las fronteras de la realidad y lo ubicó al lado de lo maligno por espacio de dos décadas.
De una biografía matizada por su cercanía a la iglesia tradicional, en la que sirvió como acólito un quinquenio, Eduardo pasó a mediados de los sesenta a un romance trágico con las drogas. Un idilio que él, hoy cobijado por la gracia de Dios, recuerda con precisión: “yo formaba parte de la Iglesia San Ricardo en el distrito de La Victoria, pero la vanidad entró en mi mente. El Diablo me había estado aderezando. Entonces, pasé de estar en la misa todos los domingos a jugar cartas, fumar cigarrillos y beber tragos cortos. Luego, cuando entré a la secundaria, probé marihuana y empezó mi perdición”.
Guarecido en la intimidad de su hogar, un templo consagrado a Cristo y en el que destaca una amplia colección de biblias y banderas de Israel, Roedel Calle muestra su pasado sin tapujos. Habla en pretérito. Sus palabras son las de un superviviente que afirma con convicción que volvió a la vida por “el inmenso amor del Todopoderoso”. Acompañado por su esposa, Belialina Alvarado, repasa su ayer: “en mi hogar había muchos conflictos familiares. Crecí pensando que el General Serafín Quesada era mi padre, porque llevaba su apellido, hasta que un buen día mi madre Aurelia Calle decidió cambiarlo por el de mi padre biológico”.
Un hombre que salió del fondo
Con 56 años, Eduardo, hoy hombre de fe, a la distancia dice que su sometimiento a los estupefacientes fue producto “en gran parte debido a que mi familia vivía de espaldas a Dios. Los conflictos eran pan de cada día. Además yo sufría, en ese momento, una gran ceguera espiritual. Por eso caí en la drogas como un tonto y pensé que todo era un juego divertido. Entonces en el colegio pasé de la marihuana a la cocaína y me convertí por puro placer en proveedor de drogas de un grupo de amigos del distrito de San Miguel que estaba envuelto en una vida sórdida. Y eso pese a que llevaba dentro de todo una existencia normal, de familia bien, mis padres eran ejecutivos bancarios y yo era un estudiante promedio”.
Aquellos recuerdos lo estremecen a Roedel y refiere que tras esos días oscuros “vinieron momentos más tenebrosos. Mi hermano menor, Serafín Quesada Calle, también cayó en las drogas. Yo por mi parte, y pese a que ingresé a la universidad para estudiar contabilidad, me sumergí en el consumo de otras sustancias más destructivas y andaba siempre en las nubes”. De inmediato, frena su acelerado relato y se desahoga: “bendito sea el Señor que me protegió y cuidó mi vida. Su benevolencia me permitió graduarme de contador público, ingresar a trabajar a un banco y salir bien librado de una época durísima en mi vida”.
En la mitad de una existencia al margen de Dios, este hombre, que solía “fumarse” biblias enteras combinadas con marihuana al ritmo del movimiento hippie, tocó fondo cuando conoció los efectos narcóticos de la morfina. Con marcas de guerra en sus brazos, como surcos enormes de un tiempo ya extinto, Eduardo cuenta que esta etapa fue: “brutal. Yo adoraba, sin saberlo, al diablo. Aparentaba ser un trabajador bancario normal pero era un personaje terrible. Fumaba marihuana a cualquier hora y en cualquier lado. Pero lo más triste era que me inyectaba morfina y paraba perforado por las agujas y delinquía sin vergüenza alguna para obtener la maldita droga. Era un esclavo de la droga”.
Del abuso constante y diario de la morfina, y otros narcóticos y sustancias como el hachís, ácidos lisérgicos, cocaína, alcohol, alucinógenos, anfetaminas, estimulantes y diversos psicofármacos, Roedel saltó a la destrucción familiar. Padre de un hijo y con 20 años de consumo, un buen día de 1986 descubrió que su hogar era una fantasía. “La morfina me llevó a robar innumerables farmacias y boticas de Lima. Encima mi vida conyugal era atroz. Mi mujer de aquel momento, que laboraba conmigo en el banco, empezó a salir con un compañero del trabajo y eso me llevó a la perdición total”, cuenta sobre el punto de quiebre que lo llevó ante Dios.
Después Eduardo, que fue internado incontables veces en clínicas especializadas por su familia y tratado por los mejores especialistas del país en salud mental, brinda más detalles de su ciclo de vida más negativo. “Luego de enterarme que mi mujer me era infiel, cegado por las drogas, decidí cometer una atrocidad en contra del tipo que salía con ella. Planifiqué todo para violarlo, junto a un grupo de amigos adictos como yo, y dejarlo discapacitado, pero un día antes de cometer mi fechoría mi Dios bendito me iluminó y a través de un programa evangélico televisivo me mostró su palabra y sus obras”.
El efecto de mensaje divino fue inmediato y más poderoso que cualquiera de las sustancias producidas por la mano del hombre. En el acto Roedel se entregó al Señor. Supo que, de la mano de Dios, se podía ser un hombre nuevo. Y enseguida asistió a diversos templos cristianos, dejó las drogas, reestructuró su vida, enfrentó con valentía en 1989 la muerte de su hermano, debido a una sobredosis, se reencontró ese mismo año con Belialina, quien era pariente lejana de su progenitora, y la desposó dos años después y finalmente ingresó junto a ella al Movimiento Misionero Mundial en los inicios de los años noventa.
En la actualidad, con una maestría en contabilidad y feliz padre de un prestigioso economista (Joshua Roedel Gutiérrez), Eduardo atestigua que en la lucha entre el bien y el mal la victoria le pertenece al Altísimo. Elegido, entre las ovejas más descarriadas de la tierra, asegura que su testimonio le servirá a cualquier pecador para iniciar el camino de retorno a la casa del Señor. Con humildad, y al pie de la puerta de su domicilio y Biblia en mano, asegura que “el que clama por el perdón de Dios siempre encontrará respuesta”.
De una biografía matizada por su cercanía a la iglesia tradicional, en la que sirvió como acólito un quinquenio, Eduardo pasó a mediados de los sesenta a un romance trágico con las drogas. Un idilio que él, hoy cobijado por la gracia de Dios, recuerda con precisión: “yo formaba parte de la Iglesia San Ricardo en el distrito de La Victoria, pero la vanidad entró en mi mente. El Diablo me había estado aderezando. Entonces, pasé de estar en la misa todos los domingos a jugar cartas, fumar cigarrillos y beber tragos cortos. Luego, cuando entré a la secundaria, probé marihuana y empezó mi perdición”.
Guarecido en la intimidad de su hogar, un templo consagrado a Cristo y en el que destaca una amplia colección de biblias y banderas de Israel, Roedel Calle muestra su pasado sin tapujos. Habla en pretérito. Sus palabras son las de un superviviente que afirma con convicción que volvió a la vida por “el inmenso amor del Todopoderoso”. Acompañado por su esposa, Belialina Alvarado, repasa su ayer: “en mi hogar había muchos conflictos familiares. Crecí pensando que el General Serafín Quesada era mi padre, porque llevaba su apellido, hasta que un buen día mi madre Aurelia Calle decidió cambiarlo por el de mi padre biológico”.
Un hombre que salió del fondo
Con 56 años, Eduardo, hoy hombre de fe, a la distancia dice que su sometimiento a los estupefacientes fue producto “en gran parte debido a que mi familia vivía de espaldas a Dios. Los conflictos eran pan de cada día. Además yo sufría, en ese momento, una gran ceguera espiritual. Por eso caí en la drogas como un tonto y pensé que todo era un juego divertido. Entonces en el colegio pasé de la marihuana a la cocaína y me convertí por puro placer en proveedor de drogas de un grupo de amigos del distrito de San Miguel que estaba envuelto en una vida sórdida. Y eso pese a que llevaba dentro de todo una existencia normal, de familia bien, mis padres eran ejecutivos bancarios y yo era un estudiante promedio”.
Aquellos recuerdos lo estremecen a Roedel y refiere que tras esos días oscuros “vinieron momentos más tenebrosos. Mi hermano menor, Serafín Quesada Calle, también cayó en las drogas. Yo por mi parte, y pese a que ingresé a la universidad para estudiar contabilidad, me sumergí en el consumo de otras sustancias más destructivas y andaba siempre en las nubes”. De inmediato, frena su acelerado relato y se desahoga: “bendito sea el Señor que me protegió y cuidó mi vida. Su benevolencia me permitió graduarme de contador público, ingresar a trabajar a un banco y salir bien librado de una época durísima en mi vida”.
En la mitad de una existencia al margen de Dios, este hombre, que solía “fumarse” biblias enteras combinadas con marihuana al ritmo del movimiento hippie, tocó fondo cuando conoció los efectos narcóticos de la morfina. Con marcas de guerra en sus brazos, como surcos enormes de un tiempo ya extinto, Eduardo cuenta que esta etapa fue: “brutal. Yo adoraba, sin saberlo, al diablo. Aparentaba ser un trabajador bancario normal pero era un personaje terrible. Fumaba marihuana a cualquier hora y en cualquier lado. Pero lo más triste era que me inyectaba morfina y paraba perforado por las agujas y delinquía sin vergüenza alguna para obtener la maldita droga. Era un esclavo de la droga”.
Del abuso constante y diario de la morfina, y otros narcóticos y sustancias como el hachís, ácidos lisérgicos, cocaína, alcohol, alucinógenos, anfetaminas, estimulantes y diversos psicofármacos, Roedel saltó a la destrucción familiar. Padre de un hijo y con 20 años de consumo, un buen día de 1986 descubrió que su hogar era una fantasía. “La morfina me llevó a robar innumerables farmacias y boticas de Lima. Encima mi vida conyugal era atroz. Mi mujer de aquel momento, que laboraba conmigo en el banco, empezó a salir con un compañero del trabajo y eso me llevó a la perdición total”, cuenta sobre el punto de quiebre que lo llevó ante Dios.
Después Eduardo, que fue internado incontables veces en clínicas especializadas por su familia y tratado por los mejores especialistas del país en salud mental, brinda más detalles de su ciclo de vida más negativo. “Luego de enterarme que mi mujer me era infiel, cegado por las drogas, decidí cometer una atrocidad en contra del tipo que salía con ella. Planifiqué todo para violarlo, junto a un grupo de amigos adictos como yo, y dejarlo discapacitado, pero un día antes de cometer mi fechoría mi Dios bendito me iluminó y a través de un programa evangélico televisivo me mostró su palabra y sus obras”.
El efecto de mensaje divino fue inmediato y más poderoso que cualquiera de las sustancias producidas por la mano del hombre. En el acto Roedel se entregó al Señor. Supo que, de la mano de Dios, se podía ser un hombre nuevo. Y enseguida asistió a diversos templos cristianos, dejó las drogas, reestructuró su vida, enfrentó con valentía en 1989 la muerte de su hermano, debido a una sobredosis, se reencontró ese mismo año con Belialina, quien era pariente lejana de su progenitora, y la desposó dos años después y finalmente ingresó junto a ella al Movimiento Misionero Mundial en los inicios de los años noventa.
En la actualidad, con una maestría en contabilidad y feliz padre de un prestigioso economista (Joshua Roedel Gutiérrez), Eduardo atestigua que en la lucha entre el bien y el mal la victoria le pertenece al Altísimo. Elegido, entre las ovejas más descarriadas de la tierra, asegura que su testimonio le servirá a cualquier pecador para iniciar el camino de retorno a la casa del Señor. Con humildad, y al pie de la puerta de su domicilio y Biblia en mano, asegura que “el que clama por el perdón de Dios siempre encontrará respuesta”.
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