El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? – Romanos
8:32.
Siempre leo con emoción estas líneas de la Biblia: “Probó Dios a
Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma
ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah,
y ofrécelo…” (Génesis 22:1-2). ¿Estas líneas justifican el sacrificio
humano? ¡No! Toda la Biblia lo condena firmemente. En el caso de
Abraham, Dios le dice claramente: “No extiendas tu mano sobre el
muchacho, ni le hagas nada…” (v. 12).
Entonces, ¿Cuál es el sentido de esa escena? Es un examen de la fe de
Abraham, y también una imagen sorprendente de la cruz del Calvario. El
Señor Jesús es el Hijo Unigénito, aquel a quien el Padre ama. Él fue el
sacrificio, “el Cordero de Dios” (Juan 1:29). La obediencia de Isaac
evoca la de Jesús: “No lo que yo quiero, sino lo que tú” (Marcos 14:36).
Pero en contraste con Isaac, quien simplemente se sometió, Jesús se
presentó voluntariamente a Dios: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer
tu voluntad” (Hebreos 10:9).
A diferencia de Isaac, quien no sabía lo que su padre iba a hacer,
“Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de sobrevenir, se
adelantó” (Juan 18:4). En contraste con el grito del ángel que detuvo la
mano de Abraham, no se oyó ninguna voz para desviar el juicio que debía
caer sobre el Hijo de Dios. De forma simbólica, Isaac resucitó, pero
Cristo resucitó verdaderamente, y nosotros nos beneficiamos de ello.
Fuente:amen-amen.net
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