El médico llegó a la casa de un comerciante de la ciudad, cuyo hijo único
pronto iba a morir de una enfermedad incurable. Penetró en la silenciosa
habitación donde los padres asistían en una muda angustia a los últimos momentos
de su hijo.
Un momento más tarde el moribundo abrió los ojos y, mientras una hermosa
sonrisa iluminaba su rostro, tendió su delgada mano al médico, diciéndole:
–Adiós, doctor, ¿volveré a verlo en el cielo?
La pregunta del enfermo alcanzó al médico como una flecha. Por primera vez
en su vida este hombre entendió que ser cristiano no es un ideal vago, sino una
inquebrantable certeza. Permaneció en pie observando silenciosamente el apacible
rostro del moribundo, iluminado por una sonrisa cual nunca antes había visto.
Después de un débil murmullo el niño se reunió con su Salvador. Durante las
semanas siguientes una terrible lucha se entabló en la mente del médico. La
mirada apacible de ese niño lo llevó a comprender que realmente se puede poseer
a Jesús como Salvador.
¿Desea usted poseer la paz reflejada sobre ese rostro que tanto impresionó al médico? Ante la muerte no hay falsos pretextos; sólo cuenta la realidad. Si la fe en Dios sólo fuera una actitud psicológica, no resistiría en esos momentos difíciles. ¡Cuántos ateos han muerto en horrorosas angustias!
Jesucristo no sólo quiere acompañarnos para atravesar la muerte, sino que también quiere ser nuestro guía durante toda la vida.
¿Desea usted poseer la paz reflejada sobre ese rostro que tanto impresionó al médico? Ante la muerte no hay falsos pretextos; sólo cuenta la realidad. Si la fe en Dios sólo fuera una actitud psicológica, no resistiría en esos momentos difíciles. ¡Cuántos ateos han muerto en horrorosas angustias!
Jesucristo no sólo quiere acompañarnos para atravesar la muerte, sino que también quiere ser nuestro guía durante toda la vida.
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