Lima – Hace pocos días fui sorprendido por un hecho sumamente curioso. Durante una entrevista, la ministra Ana Jara citó de memoria la Biblia, no una, sino varias veces. Bastó que la nueva titular de la Mujer glosara algunos pasajes de las escrituras para que, inmediatamente, se produjese una reacción furibunda en las redes sociales, acompañada del llanto y el rechinar de dientes de los opinólogos de siempre. Lo más gracioso del caso es que una de las inquisidoras progres que pululan por allí dictando cátedra de civismo, derechos humanos y apertura mental, arremetió contra la ministra -del gobierno que ella y sus amigotes ayudaron a elegir, valgan verdades- bautizándola, en un rapto de ira y desprecio, como “la loca de la Biblia”. ¡Menudo ejemplo de tolerancia!
¿Por qué se reacciona de esta manera cuando en el debate político surge, de manera natural, la religión? ¿Por qué los progres de hoy en día trepan al techo como la niña del exorcista, expectorando su vómito verde si alguien se atreve a mencionar a Dios en un set de televisión? No comparto las reflexiones teológicas de la ministra y, en lo referente al catolicismo, sus comentarios reflejan ignorancia y prejuicios. Sin embargo, defiendo su derecho a hablar de Dios y actuar siguiendo los dictados de su conciencia mientras ejerza un cargo público. ¿Quién ha dicho que Dios tiene que estar proscrito de la política? Cuando la religión es relegada al ámbito privado, como si se tratase de una tara o un defecto propio de idiotas o pervertidos, surge en su lugar un laicismo rabioso que pretende imponer sus dogmas maniqueos, en los que no existe lugar para el perdón o la caridad. El laicismo antirreligioso es la nueva tiranía, el Leviatán relativista que condena a gran parte de la población mundial al clóset de la esfera privada, mientras defiende la apertura para todas las minorías habidas y por haber. Este fariseísmo -si me da la gana yo desfilo calato por mis derechos, pero tú no me hables de Dios- es el signo de nuestro tiempo. Hay que combatirlo con valentía, aunque ello implique nadar contra la corriente.
La religión es un valor en sí mismo, de gran relevancia social. El derecho a la libertad religiosa implica la potestad de manifestar la propia religión. Hay que estar abiertos a la trascendencia, también en el debate público. En las sociedades que niegan a Dios o lo persiguen subrepticiamente no hay libertad real. Surge la discriminación. Para dar al César lo que es del César, como dice el jurista Rafael Domingo, “es necesario que el César reconozca, al menos implícitamente, la posibilidad de la existencia de Dios”. Dos mil ciento ochenta millones de cristianos configuran una realidad social evidente, un dato a tomar en cuenta al momento de renovar el orden político. Son muchos “locos” los que creen en la Biblia. Y, por cierto, la mayor parte de los grandes personajes de la historia y de la ciencia eran creyentes. En la Tierra tiene que haber sitio para todos. También para Dios.
¿Por qué se reacciona de esta manera cuando en el debate político surge, de manera natural, la religión? ¿Por qué los progres de hoy en día trepan al techo como la niña del exorcista, expectorando su vómito verde si alguien se atreve a mencionar a Dios en un set de televisión? No comparto las reflexiones teológicas de la ministra y, en lo referente al catolicismo, sus comentarios reflejan ignorancia y prejuicios. Sin embargo, defiendo su derecho a hablar de Dios y actuar siguiendo los dictados de su conciencia mientras ejerza un cargo público. ¿Quién ha dicho que Dios tiene que estar proscrito de la política? Cuando la religión es relegada al ámbito privado, como si se tratase de una tara o un defecto propio de idiotas o pervertidos, surge en su lugar un laicismo rabioso que pretende imponer sus dogmas maniqueos, en los que no existe lugar para el perdón o la caridad. El laicismo antirreligioso es la nueva tiranía, el Leviatán relativista que condena a gran parte de la población mundial al clóset de la esfera privada, mientras defiende la apertura para todas las minorías habidas y por haber. Este fariseísmo -si me da la gana yo desfilo calato por mis derechos, pero tú no me hables de Dios- es el signo de nuestro tiempo. Hay que combatirlo con valentía, aunque ello implique nadar contra la corriente.
La religión es un valor en sí mismo, de gran relevancia social. El derecho a la libertad religiosa implica la potestad de manifestar la propia religión. Hay que estar abiertos a la trascendencia, también en el debate público. En las sociedades que niegan a Dios o lo persiguen subrepticiamente no hay libertad real. Surge la discriminación. Para dar al César lo que es del César, como dice el jurista Rafael Domingo, “es necesario que el César reconozca, al menos implícitamente, la posibilidad de la existencia de Dios”. Dos mil ciento ochenta millones de cristianos configuran una realidad social evidente, un dato a tomar en cuenta al momento de renovar el orden político. Son muchos “locos” los que creen en la Biblia. Y, por cierto, la mayor parte de los grandes personajes de la historia y de la ciencia eran creyentes. En la Tierra tiene que haber sitio para todos. También para Dios.
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