Gladys Aylward es una misionera inglesa que tenía un ferviente amor por
la China y por llevar el mensaje de salvación a esos pueblos. Su
sacrificada vida, su incalculable fe y el deseo por ganarse el respeto y
el cariño de los chinos, la convirtió en una de las misioneras más
renombradas de la historia.
Se han escrito varias versiones de su biografía y su historia fue
lanzada a las pantallas del cine teniendo en el papel protagónico a la
célebre actriz Ingrid Bergman. Gladys Aylward: La aventura de una vida,
es una versión que cuenta de manera sumamente íntima y detallada cada
anecdótico suceso de la travesía a la China de esta pequeña mujer dueña
de un corazón inmenso.
Este libro ha sido narrado por Janet & Geoff Benge, una pareja de
esposos pertenecientes al grupo de escritores que brindan servicio a la
misión de la editorial cristiana JUCUM.
Gladys May Aylward nació en el seno de una familia creyente en Dios,
pero ella no había tenido una experiencia personal con Jesucristo, hasta
que a sus 27 años, en un culto, sintió el deseo de viajar a la China y
servir a Dios. Por ello, inició sus estudios con el sueño de convertirse
en misionera, pero se llevó una gran decepción al darse cuenta de que
“no daba la talla”.
Gladys permaneció sentada en una silla con respaldo vertical mientras
el director de la escuela preparatoria de la Sociedad Misionera al
Interior de la China seguía hablando atropelladamente. Todo lo que había
que decir ya estaba dicho. No podía continuar sus estudios. Quedaba
expulsada del centro por haber reprobado la asignatura de Sagradas
Escrituras. Su calificación no era suficiente para ser misionera.
Pese a este lamentable suceso, Gladys no se dejó derrumbar y continuó
su labor como trabajadora doméstica con el fin de ahorrar suficiente
dinero para comprar un boleto hacia cualquier parte de China. Ella no
tenía ni la más mínima idea de lo costoso que esto era, pero poco a poco
ahorró las cuarenta y siete libras esterlinas y se subió al ferrocarril
con destino a Tien-tsin, al norte de China. Lo que Gladys desconocía
era que se estaba librando una guerra entre Rusia y China, y su vida
corría peligro. Las líneas del ferrocarril fueron interceptadas y no
pudo continuar. Aun así, la osada Gladys decidió seguir sola su camino y
se vio involucrada en numerosos problemas hasta terminar dentro de una
gélida y sucia cárcel y ser interrogada por perversos soldados
rusos.
Al abrir la Biblia que llevaba en el corpiño, cayó una hoja de papel
que alguien le dio en Londres, cuando subió al tren. La elevó a la luz
mortecina que entraba por el ventanuco. Escrito en letras grandes, decía
así: “No les temas, yo soy tu Dios” - Nehemías 4:14 – Gladys repitió el
versículo una y otra vez hasta sentir que recuperaba fuerzas. Se
recordó a sí misma que a pesar de cualquier cosa que le sucediera, Dios
estaría cuidándola.
Finalmente, los mismos soldados rusos terminaron por embarcarla rumbo a
China. Pero ese no fue el término de su sufrimiento: la misionera
Aylward fue “secuestrada” por un oficial, quien tenía su pasaporte
retenido, pero gracias a una joven rusa logró escapar y (…) subir a un
barco con destino a Japón. Cada kilómetro que avanzaba representaba para
Gladys, un kilómetro menos que la separaba de China: su más grande
sueño. Cuando por fin pisó territorio de Tien-tsin, fue en busca de la
señora Lawson, una anciana inglesa que la acogería en su misión. Ella no
había tomado en serio que la joven Aylward fuera capaz de llegar hasta
China en medio de la guerra, y se había trasladado a la bellísima cuidad
de Yangcheng: a donde solo se podía acceder por un camino de mulas.
Gladys arribó Yangcheng y la austera señora Lawson la recibió. Al
parecer todas sus tribulaciones habían cesado, pero la novata misionera
no contaba con lo difícil que sería ganarse el corazón de los ariscos
chinos.
-Nos llaman “lao-yang-kwei”, “diablos extranjeros”. Pero debemos
acostumbrarnos. Acéptelo como un reto. Tenemos que encontrar un modo de
alcanzar a este pueblo con el mensaje del evangelio. Dios nos ha
encomendado una tarea difícil – dijo la señora Lawson, y añadió
vigorosamente – pero no es imposible. Gladys se enjugó las lágrimas. No
estaba segura de dar la talla para estar a la altura de aquel desafío,
pero haría todo lo posible por continuar.
Cuando la señora Lawson y Gladys salían a dar un paseo por la ciudad,
los nativos chinos las observaban con cierto recelo, ellos no estaban
acostumbrados a ver mujeres blancas con cabellos rubios o castaños y
ojos claros. Pese a ello, con el pasar del tiempo, aprendieron a
respetarlas aunque aún les temían. Un día cualquiera, Gladys comentó que
al viajar en mula le hubiera gustado descansar en una posada limpia y
más acogedora. Inmediatamente la Sra. Lawson tuvo una magnífica idea
para predicar el evangelio, sin tener que perseguir a los asustadizos
chinos.
- Convertiremos la casa en una posada – exclamó la señora Lawson.
- ¿Una posada? - repitió asombrada.
- Sí. Es la solución perfecta. No podemos hacer que la gente vaya a una
iglesia pero podemos conseguir que entren en una posada. Les contaré
historias bíblicas gratuitamente. A los chinos les encantan los
pasatiempos. Noé, Moisés, Jesús, Pablo... les encantarán esas historias.
Y tome nota de lo que digo: esas historias se contarán una y otra vez a
lo largo del camino. Sólo Dios sabe cuántas personas podrán escuchar el
Evangelio gracias a nuestra posada.
Con muchísimo esfuerzo Gladys, la señora Lawson y el recién converso
Yang pusieron en acción su plan misionero. Pronto “La Posada de las Ocho
Felicidades” se convirtió en una de las más concurridas de la zona.
Gladys notó que era importante aprender el idioma si quería contar
historias bíblicas a los muleros. Con la ayuda de Yang, en corto tiempo
dominó el chino mandarín y hasta llegó a hablarlo mucho mejor que
algunos oriundos. La señora Lawson murió tiempo después tras un penoso
accidente, fue en aquel momento cuando Gladys se dio cuenta que era la
única extranjera en Yangcheng y tendría que hacerse cargo de la posada.
El punto de partida para que las personas aceptaran definitivamente a
Aylward, se dio gracias al mandarín (la máxima autoridad de la ciudad)
quien le delegó una gran responsabilidad. Gladys se convirtió en “la
inspectora de pies” y viajaba por todos los pueblos aledaños verificando
que las niñas no tuvieran los pies atados, lo cual era una antigua y
cruel costumbre china.
Finalmente el mandarín habló: - Es sumamente importante que la ligadura
de pies se detenga de inmediato en este territorio. En cuanto a su
religión, no tiene importancia para mí. Hable de lo que quiera. Si las
mujeres se hacen cristianas, querrán que tengan sus pies desatados, como
los de usted; eso será bueno. Gladys se inclinó agradecida.
Así, Gladys siguió regando la semilla del Evangelio por muchos pueblos,
y el mandarín empezó a pedir su consejo antes de tomar cualquier
decisión. Incluso cuando hubo una revuelta en la cárcel, llamaron a
Gladys para que solucionara el problema. Cuando ella habló, los presos
dejaron de pelear y soltaron todas sus armas. Uno de los hombres la
llamó “Ai-weh-deh” que significa virtuosa. Y desde ese episodio, los
habitantes de Yangcheng la llamaron así. Todo iba marchando viento en
popa, Gladys había adoptado a una pequeña niña a quien llamó
“Nuevepeniques”, porque por ese mínimo precio la compró a una vendedora
de niños, y poco a poco acogió a más de un centenar de ellos. Un día,
empezaron a lanzar bombas desde el cielo: eran aviones japoneses que
estaban invadiendo los pueblos chinos. La guerra duró muchos meses, los
pobladores huyeron a otros pueblos en busca de refugio, los inhumanos
japoneses destruyeron todo a su paso y derramaron muchísima sangre de
personas inocentes, en su gran mayoría cristianos. Gladys visitaba a los
refugiados, curaba heridos, consolaba a los que habían perdido a su
familia, le daba cristiana sepultura a los fallecidos y acogía más y más
pequeños, que habían quedado huérfanos.
-Ai-weh-deh, querida amiga, Ai-weh-deh – dijo – He visto cómo eres y todo lo que haces y me gustaría ser cristiano como tú.
Un suspiro de asombro surgió entre los huéspedes, pero Gladys no emitió
sonido alguno. No podía. Estaba demasiado aturdida. En medio de la
violencia y la guerra Dios había estado obrando poco a poco en el
corazón del mandarín. Lágrimas de gratitud le saltaron de los ojos.
Cualquier cosa que le sucediera a partir de ese momento merecía la pena,
con tal de haber oído decir al mandarín que se hacía cristiano.
Después de este magno acontecimiento, el mandarín huyó del pueblo,
porque corría peligro de morir. Así también, la misionera inglesa era
buscada por los japoneses, quienes habían recibido una copia del
artículo de la revista Time, que narraba la honorable labor que
Ai-weh-deh estaba realizando en medio de la guerra. Los japoneses
ofrecían un alto precio por su cabeza, y ella debía huir y proteger a
sus doscientos hijos adoptivos. Así, Gladys dejó atrás a su amado pueblo
y se encaminó hacia Sian, donde había un orfanato que acogería a los
niños. Era sumamente peligroso seguir esa ruta, porque había soldados
japoneses por todos los alrededores, pero Ai-weh-deh confiaba en que
Dios los protegería. Él nunca la había defraudado. No llegaron a Sian
pero lograron arribar a la ciudad de Fugeng y Gladys dejó a sus amados
niños en un orfanato. Su estado de salud era delicado y pronto cayó en
estado de coma. Después de su recuperación, Aylward siguió predicando y
miles de personas entregaron su vida a Cristo en medio del comunismo,
que había obtenido un mayor control político como consecuencia de la
guerra entre Japón y China. Muchos jóvenes cristianos fueron amenazados
en las universidades, pese a esto, no se dejaron amedrentar.
Gladys se cubrió el rostro. Lo único que pudo hacer fue elevar la misma
plegaria que la señora Lawson le enseñara cuando vio su propio nombre
escrito en el aviso de Yangcheng ofreciendo recompensa a quien diera con
su paradero. “Si he de morir, no tema yo a la muerte, mas tenga ésta
sentido, oh Dios, cuando llegue mi hora”.
Aunque deseaba huir de aquel terrible escenario, Gladys permaneció en
la plaza mientras se preguntaba a los doscientos estudiantes si apoyaban
al régimen comunista. Aun cuando sabían que sólo les separaba un
instante de una muerte segura, ninguno de ellos declaró que apoyaba a
los comunistas. Todos ellos fueron decapitados.
Al poco tiempo, Gladys regresó a su país natal, habían pasado 17 largos
años y Ai-weh-deh se había convertido en un memorable personaje,
gracias al artículo de la revista Time, que había sido leído por
millones de personas alrededor del mundo. Gladys pudo al fin reunirse
con su familia y compartir con ellos cada una de sus increíbles
aventuras en la lejana China. Al poco tiempo viajó a Formosa, un pueblo
chino en donde pasó sus últimos días. Cada segundo que Dios le dio de
vida, la valiente y carismática Gladys lo dedicó a servir a Dios y su
prójimo. Aylward falleció el día de Año Nuevo de 1970, cuando contaba
sesenta y siete años: más de un millar de personas fueron a darle el
último adiós a la misionera inglesa pero de corazón chino.
Fuente: Impacto Evangelistico
Fuente: Impacto Evangelistico